La Nación Cumplió su sueño y reabrió un almacén en un paraje bonaerense de 40 habitantes
28/09/2024
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Alejandra Confalonieri restauró este viejo rincón de 1931, ubicado en El Solcito, una localidad mínima a 14 kilómetros de Tandil
“Es un lugar secreto”, confiesa Alejandra Confalonieri sobre su almacén en el paraje El Solcito, de apenas 40 habitantes y a 14 kilómetros del centro de Tandil. Fuera del radar del turismo masivo, hace un año lo restauró y reabrió, dándole a este olvidado punto en la comarca serrana nuevamente vida y movimiento. Sus herramientas son nobles: comida con productos locales, sabores del hogar rural. “Estamos en otro mundo”, asegura.El viejo almacén abrió en 1931. En un radio de 10 kilómetros, por el mismo camino de tierra que serpentea el valle, en aquellos años había cuatro más. El único que quedó en pie fue “El Solcito”. “Nunca cerró”, dice Confalonieri. Abren los fines de semana y feriados. “Queremos mostrar la vida sencilla de campo”, argumenta. Sin carteles que lo señalen, los visitantes llegan por indicaciones de boca en boca.El camino de acceso se cierra en una arboleda añosa, a un costado los verdes pastizales, y los cerros, uno se destaca: la sierra de las Ánimas. Destino consolidado, con una temporada que se prolonga todo el año, Tandil recibe turistas de todas partes del país. “No me interesa el turismo masivo”, advierte Confalonieri. El paraje El Solcito se ha mantenido distante de esa marea humana y de la dinámica enceguecida. “Acá no tenemos señal telefónica, entonces hay que hablar”, asegura. Una buena señal.Junto a su marido primero decidieron producir el gran salto: dejar la ciudad y vivir en una casa a pocos metros del almacén. Querían que sus hijos pudieron salir de noche y ver las estrellas, el aroma del rocío por la mañana, el relincho de los caballos, los suspiros lumínicos de las luciérnagas, el horizonte ondulado. Siempre iban al almacén. La familia de su esposo son parientes de los antiguos dueños. Una tarde mientras caminaban de regreso a su casa, Alejandra tuvo una epifanía. “Qué lindo sería tener un almacén de campo”, se preguntó. Soñó en voz alta.Desde 1931 perteneció a la familia Lazarte, y en los últimos años fue un boliche que transitaba su ocaso. “No entraban las mujeres”, cuenta Alejandra. Tradicional y campero, el boliche fue el punto de encuentro del hombre de campo, huraño, solitario y acostumbrado a usos y modismos inamovibles. “Truco, mus y tabaco”, cuenta Confalonieri. El último almacenero, cansado de las noches y curtido por el polvo del tiempo, quiso trasladar la posta y halló en Alejandra y su esposo los personajes ideales para continuar esta historia.Le ofrecieron alquilarlo, pero Néstor Lazarte, así el nombre del bolichero, quiso subir la apuesta y le ofreció vendérselo. Aceptaron y en 2018 tuvieron las llaves. En un principio continuaron con el guion campero: naipes y copas, pero Alejandra tenía una mejor idea, devolverle el brillo para poder compartir esta paz con visitantes que pudieran sentarse y disfrutar de una experiencia gastronómica honesta y sencilla. Tardaron cinco años en llevar ese sueño a la realidad. El 8 de julio de 2023 “El Solcito” asumió un nuevo capítulo en sus 93 años de historia.A pesar que la distancia con el centro de Tandil es corta, el paraje nunca estuvo incluido en los circuitos de turismo. A un costado del camino de tierra se entronizó entre los trabajadores rurales. El almacén está en una curva, luego de la cual la huella se pierde en el horizonte. “Lo dejamos tal cual estaba, solo lo pintamos y limpiamos”, dice Confalonieri. Lo último no fue una tarea fácil. Cuenta que había nicotina en las maderas de las estanterías. Los gauchos dejaron su marca.Propuesta gastronómicaEn julio del 2023 abrieron con una degustación de té. Lo llamativo es que asistieron solo mujeres. Las mismas que durante décadas no podían entrar, llenaron el salón. “Era una invitación abierta, pero no se anotó ningún hombre”, cuenta sonriente Confalonieri. El pequeño y diminuto paraje volvió a ver pisadas en la tierra, autos detenerse, charlas y sonrisas.“Simpleza y platos que comimos siempre en nuestras casas”, dice Confalonieri para definir la propuesta gastronómica. No quieren complicarse, la familia es la base de esta refundación de El Solcito, su sobrino la acompaña en la atención. Todos arriesgaron, es la condición que piden las grandes historias, ella dejó un trabajo de doce años en una escuela rural en Pablo Acosta (paraje de diez habitantes del Partido de Azul) y su hermana en el hospital de Tandil, ella es la que cocina. Es el imán del almacén.Bifes a la criolla, lasaña, milanesas, guisos y la estrella de la mesa tandilense: la picada. Todo comienza y termina con una picada en Tandil. Las mesas, la vajilla, las estanterías, brillantes en esta nueva vida, reflejan los rayos dorados del sol en la primavera. Si el clima lo pide, una salamandra quema leñas y entibia el salón con aire ahumado.“Necesitamos volver a disfrutar de lo simple”, enfatiza Confalonieri. Después de un año, el espacio se ganó un lugar entre los viajeros que buscan tranquilidad y lugares desconocidos, pero también para los propios tandilenses. El paraje siempre fue visitado por el otro atractivo que lo identifica y que le dio su nombre. Al lado del almacén está el Club Defensores de El Solcito, el “único que tiene una cancha con declive” en referencia a una inclinación del terreno. Peculiaridades de la vida rural.El sol siempre fue central en la historia de este paraje. El 25 de mayo de 1934 se inauguró el club y hubo un asado, los miembros fundacionales no sabían qué nombre ponerle. El mediodía creció y evolucionó hacia una tarde de sobremesa, la temperatura bajó, pero la inclaudicable cofradía de paisanos deportistas no quería irse, aunque sí necesitaba el abrigo “del poncho del gaucho” (el sol) Dicen que uno dijo: “Vamos al solcito que está mejor”, aquello hizo que las miradas se cruzaran. El hito nació.“Todo se llamó El Solcito desde ese momento”, dice Confalonieri. Paraje, club y almacén. Durante buena parte del siglo XX pasó el tren y este medio de transporte apoyó el desarrollo y aplomó el movimiento de las fincas. Todo aquello se derrumbó hasta la reapertura del almacén. “No estamos contaminados por lo masivo”, se enorgullece Confalonieri. Quieren retener esa aura de estar en la periferia y conservar la natural paz del paraje olvidado.Los fines de semana las mesas se completan. La experiencia se prolonga por horas, la sobremesa es larga, se promueve el ejercicio del ocio. Detrás del almacén un inmenso espacio verde ilusiona con una panorámica de todo el horizonte serrano. El silencio es habitado por el canto de las aves y el susurro del viento. “Queremos que se produzcan conversaciones verdaderas”, dice Confalonieri.“Vemos que se vive mucho en el mundo de las redes sociales, esto es real, es el campo”, dice Confalonieri señalando los fuegos en la cocina, el camino de tierra, los árboles y el polvo que traslada el viento. Abandonar las rutinas urbanas y dejarse llevar por un plato de comida casera. “Celebro esta tendencia”, dice Emilio Pardo, chef de Casa Pardo, quien profundiza en su menú una búsqueda a las raíces de la gastronomía tandilense.¿Dónde encontrar el por qué producen fascinación estos espacios rurales? En la mesa está la respuesta. “Son platos donde los tamaños, los sabores y la sencillez son más importantes que la tendencia de la cocina actual, que en muchos casos resignan largas cocciones y paciencia de abuela para que el plato se vea lindo”, sostiene Pardo. Aquí, cobra valor lo abundante.Las claves se escriben en un guion con pretensiones básicas. “Hacer un viaje, buscar la tranquilidad, escuchar el silencio y disfrutar de una comida rica que produzca una experiencia inolvidable”, manifiesta Pardo. El Solcito rescate la esencia de un Tandil rural, alejado de ruidos y cercano a las épocas donde el tiempo pasaba más lento. “Tiene su misterio”, confiesa Confalonieri para describir su almacén.
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